LA LLORONA, por Jermán Argueta

mediados del siglo XVI (1556, año para ubicar nuestra leyenda) la extensión de la Ciudad de México era la misma que tenía la antigua ciudad de Tenochtitlan, una pequeña isla que estaba unida a tierra por las calzadas a la Villa de Guadalupe, al norte; al sur por la calzada a Iztapalapa y al poniente por la calzada a Tacuba. Hacia el oriente sólo se llegaba a Texcoco por canoa.
Gobernaba la Nueva España el virrey Luis de Velasco, quien tenía muy buenos caballos y trajo buenos toros, que se toreaban en la Plaza Mayor. El arzobispado estaba en manos del ladino dominicano Fray Alfonso de Montúfar, el que negociaba con las velas que llevaban y entregaban los indígenas en los bautizos, el mismo que mandó torturar al pintor Simón Pereyns; sí, el que pintó la Virgen de la Natividad del altar del Perdón de la Catedral para salvarse de morir en la hoguera.
 Por las calles de la Ciudad de México, polvorientas o anegadas, según la temporada, caminaron en ese siglo los hijos de Hernán Cortés, ambos llamados Martín Cortés; uno, hijo de Juana de Zúñiga y el segundo, hijo de doña Marina, la Malinche. Pero vayamos a la leyenda…

Era la noche del día primero de julio del año de Dios de 1556, cuando la Ciudad de México dormía totalmente tranquila. Apenas y unas lamparillas de aceite alumbraban las puertas de los conventos y parroquias de lúgubres muros. Sólo se escuchaba aquel que avanzaba con el paso de las horas:

—¡Las diez y serenooo y todo en calmaaaaaa!
Apacibles en sus sueños, los niños dormían en sus camas abrigados con sus cobijas. Las mujeres, las sirvientas, en los menesteres de la cocina. Los caballeros, separando el oro y la plata, contando sus reales, sus ducados y maravedíes. Cuando de pronto se dejaba escuchar por los aires y calles oscuras de la Ciudad de México Tenochtitlan un grito que venía de lo más profundo de la noche, de la pena, de la penitencia: ¡Ayyy, mis hijossss! ¿A dóndee están misss hijoosss?
En ese momento, los niños se metían debajo de la cama. Las sirvientas decían, ¡Ave María purísima!… ¡Sin pecado concebida! Los caballeros, asustados, ¡Voto al diablo! ¡Es el alma de esa mujer que anda penando por las calles! Y de inmediato guardaban en el baúl el oro y la plata; los reales, ducados y maravedíes y se iban prontamente a la cama, a la panza calientita de sus mujeres, abrazándolas.
—Mujer, que afuera gritan ¡Ayyy, mis hijos!
—Largaos de aquí, caballero, que no hemos rezado.
—Que afuera gritan ¡Ayyy, mis hijos!
—Largaos caballero, que no hemos rezado… Mmmm…
Eso pasaba día con día, especialmente las noches de luna llena.
Un día el Conde del Valle de Temascalcingo, Insigne Limosnero Titular de la Catedral Metropolitana, Marqués de las Aguas Extintas del Lago de Texcoco, Capitán de las Tropas de Asalto del Barrio de La Merced, Capellán del Hospital de Bubas del Amor de Dios… estaba en una taberna con unas mujeres de muy buen ver y mejor tocar, que habían llegado de allende el mar. Y bailaban y gozaban. Y el Conde bailaba y gozaba. Y bailaban los parroquianos con las mujeres. Y bailaba el Conde con una moza, cuando de pronto escuchó que unos parroquianos comentaban:
—Sí, dicen que espantan en la Ciudad de México.
—Sí, y que es una mujer que vuela por los aires y que grita ¡Ayy, mis hijos!
 —¡Mentira! Dicen que es una mujer que ahogó a sus dos hijos en el Lago de Texcoco, niño y niña —apuntó otro parroquiano con el miedo en los ojos.
—¡Callad! Dicen que es una mujer que se quedó esperando a que regresara de allende el mar aquel que la iba a desposar y que se fue a pelear a Flandes por el Rey Felipe II. Y que por allá lo mataron. Y ella se quedó vestida de blanco y murió de tristeza.
—Mentira… Dicen que es una mujer que mató al marido —agregó otro parroquiano.
—¿Y por qué lo mató? —preguntó la mujer de buen ver y mejor tocar. Mas reflexionando, al momento sentenció— Buen motivo debió tener.
—Pues porque la engañaba.
—¡Bien hizo! ¡Bien hizo! —dijo la mujer de mejor ver y mejor tocar.
—Largaos de aquí, manceba.
—¡Bien hizo! ¡Bien hizo!
—¿Y por qué bien hizo? —preguntó el Conde.
—Pues porque cuando el hombre engaña a la mujer, ¡no pasa nada! Pero cuando la mujer engaña al hombre… ¡que sí pasa…!
—¿Y qué pasa? —inquirió el Conde.
—Que cuando una mujer engaña al hombre… pues que a éste le crecen los cuernos y ya no le entra el sombrero.
—¡Largaos de aquí, manceba! ¡Largaos! —gritó el Conde. Y señalando a varios de los parroquianos con su dedo índice y alzando la voz, les dijo.— ¡Escuchad, sólo ustedes que tenéis cara de pecadores creen en espantos!
—No, Conde, que es una mujer que vuela por los aires, con el cabello despeinado, y grita ¡Ayyy, mis hijos!
—¡Mentira, mentira! Seguramente esa mujer lo que anda buscando es un apuesto caballero de larga y ensortijada cabellera. De muy buen ver y…
—Y mejor tocar... —respondieron a coro los parroquianos, soltando estruendosas carcajadas.
—Saldré —dijo el Conde—  porque  seguramente esa mujer quiere dormir abrigada y calientita.
—Pero ésa es una tontería, Conde.
—Saldré. Pero antes, tabernero… ¡vino para todos estos malandros y malandrines, mancebas e hijos de... de Hidalgo, hijos de, de nombradía! Tabernero, servir vino, ¡servidme a mí! —Y el Conde empezó a beber su vino de buena cepa en copa de plata, hasta que sorbió la última gota.
Y cuando hubo terminado, se acomodó del lado izquierdo su espada. Del lado derecho su puñal con el escudo de armas. Se acomodó capa y sombrero de ala ancha con una gran pluma. Y saliendo de la taberna, sentenció:
—¡Mañana os veré!
—¡Pero Conde, que eso es una tontería! —gritó Juan, un viejo soldado que en sus haberes había perdido el ojo derecho y el brazo izquierdo.— Que es eso una tontería. ¡Regresad...!
Mas el Conde ya no escuchó.
Salió de la taberna La hija del Cuervo, que estaba en la calle de Zuleta (hoy Venustiano Carranza), dio vuelta por donde estaría en el tiempo el Colegio de Niñas (hoy Bolívar). Dobló por la calle de Coliseo Viejo, más adelante llamada del Espíritu Santo, más adelante llamada de El Refugio, más adelante llamada de Tablajeros (hoy tiene sólo un nombre, calle de 16 de Septiembre).
Entró a la enorme Plaza Mayor, y ahí miró la vieja Catedral que había mandado hacer el conquistador don Hernán Cortés (construida después del año de 1524 y destruida en 1626, para mirar la que hoy conocemos). Se erigía de oriente a poniente. Su puerta principal estaba casi enfrente de la calle de Plateros (hoy Madero). En el costado norte tenía un cementerio con muchas tumbas. El Conde avanzó la Plaza Mayor y a lo lejos se escuchaba aquel que avanzaba con el paso de las horas: ¡Laaass onnnnceeeee y sereeenooo y todo en caaalmaaa!
Los perros le ladraban al eco: calmaaaacalmaaalamaaaaa.
El Conde llegó al portón de la Real y Pontificia Universidad de la Nueva España (donde antes estuvo la cantina El Nivel, la que no quiso defender el frívolo de Marcelo Ebrard, y la desaparecieron), y pensó: “Aquí espero a la mujer. ¿Pero qué tal si a la mujer la persigue el marido o un hermano celoso?” Y mejor decidió caminar unos pasos más. Llegó al enorme portón de madera del Palacio Arzobispal, donde recargó su cuerpo acomodándose. El Conde se embozó con su negra capa para no sentir el frío y ahí empezaron a transcurrir los minutos, sumándose uno detrás de los otros, y se empezó a quedar dormido. Y dormido estaba, y ya no escuchó al sereno que caminaba por las calles oscuras de la ciudad, apenas y alumbrado con una lamparilla de aceite: ¡Las onceee y serenooooo y todoo en calmaaa! En calma estaba la ciudad.
Y los minutos se fueron sumando en un tiempo que ya no era el mismo tiempo del sueño de la realidad de la ciudad y del Conde. Y los minutos se fueron sumando, sumando cuando de pronto el campanero de la vieja Catedral tocó las campanas en punto de las doce de la noche, pero no había necesidad porque ningún campanero toca las campanas a las doce de la noche.
Tann, tan, tannn, tan, tannn, tantann…
—¡Voto al diablo! Ese campanero está borracho. Malparido —dijo el Conde, mientras se cubría del frío con su capa, y agregaba otras frases a su disgusto.— Seguro que la mujer no vino porque el marido o el hermano la perseguían. Será otra noche.
Y así echó a andar, pensando que llegaría más pronto a su casa, que estaba en la calle de Escobillería (hoy Guatemala) si atravesaba por el cementerio, que estaba junto a la vieja Catedral.
Y sí, el Conde caminó entre las tumbas y cruces. Mientras la luna llena, que avanzaba por la bóveda celeste, dejaba caer su brillante luz sobre la techumbre de dos aguas de la Catedral, que proyectaba una sombra por su lado norte, ensombreciendo más al cementerio. Los pasos del Conde eran sordos en tanto avanzaba sorteando las tumbas. De pronto vio que una neblina espesa empezó a envolver tumbas y cruces, pareciera que éstas se movían con un ligero oleaje. Se perturbó, y mientras hilvanaba un padre nuestro. Pero detuvo el rezo cuando vio crecer frente a sus propios ojos un bulto blanco, blanco. Y pudo observar que ese bulto blanco era una mujer. Sí, una bella mujer, pero con un rostro pálido. Frente a esa visión se le enchinó toda la piel al Conde, quien sin decir palabra quiso correr pero no pudo. En ese momento la mujer empezó a deslizarse entre las tumbas, y el Conde comenzó a caminar tras ella. La mujer caminaba y el Conde iba imantado tras ella.
Cuando la mujer llegó frente a la vieja Catedral, lentamente se hincó mientras lloraba y rezaba. Y lloraba con un llanto profundo y lanzaba plegarias que se perdían de tan tenues en el viento.
¿Y el Conde? A cinco varas de distancia. Y la mujer de blanco lloraba. ¿Y el Conde? A cuatro varas de distancia. Y la mujer rezaba y lloraba. ¿Y el Conde? A tres varas de distancia.  Y cuando la mujer dejó de rezar y decir sus plegarias, lentamente se fue levantando. Y el Conde miró que ese rostro antes bello, ahora era un rostro cadavérico, con las cuencas de los ojos vacías y dos llamitas de fuego. El Conde quiso huir, pero no pudo. Sus piernas no lo obedecían. Un grito le penetró lo más profundo de su cuerpo y se esparció lastimero por las oscuras calles de la ciudad, y por las que se encontraban apenas alumbradas por las lámparas de aceite de algunos conventos con llamaradas temerosas.
Fue un grito que despertó a no pocos habitantes, e hizo que uno que otro trasnochado caballero pusiera pies en polvorosa.
El Conde se tapó los oídos, y en eso miró que la mujer se deslizaba sobre la Plaza Mayor (hoy Zócalo). Etérea, la dama se fue rumbo a la calle del Arzobispado (hoy calle de Moneda). El Conde, imantado, caminaba tras ella. Pasó por el Palacio Arzobispal. E imantado tras ella, pasó por el Hospital del Amor de Dios de enfermedades venéreas. Y el Conde… tras ella.
Después de ver deslizarse a aquella mujer durante varios y eternos minutos, el Conde dio fe de que la silueta femenina llegaba al albarradón de San Lázaro, el gran dique que dividía a la Ciudad de México de las aguas del lago de Texcoco (ahí donde hoy hay una cueva de ladrones mejor conocida como la Cámara de Diputados). Y ahí, la mujer penetró en las aguas salobres del lago… ¡y desapareció!
Al otro día, en las calles de agua y de tierra, en las tabernas y en las botillerías, la gente se preguntaba: “¿Y el Conde?” Y el Conde no aparecía.
Fue justo al mes cuando una anciana con el rostro apergaminado, siendo aún de madrugada, con su canasta con granos de maíz salía de la Casa de la Alhóndiga (donde antes gobernaba el Peje, Andrés Manuel López Obrador), y con la sabiduría que da el tiempo vivido dijo:
“Al Conde del Valle de Temascalcingo se lo llevó… sí, se lo llevó... La Llorona.” Al decir esto muchas mujeres que estaban a su alrededor creyeron escuchar un grito desgarrando la oscuridad de la madrugada.

—¡Ayyy, miiis hijoooooooos!


Jermán Argueta
Crónicas y Leyendas Mexicanas